El liberalismo, concepción de vida configurada por los pueblos europeos, heredada a sus antiguas colonias, hoy con la pretensión de extenderla a los pueblos que no son sus herederos culturales mediante la fuerza del poder económico y militar se encuentra en franca crisis.
Hoy por hoy, las culturas autodenominadas hegemónicas hacen su mejor esfuerzo en todos los campos, incluyendo el filosófico, por mantener vivo el paradigma liberal, como la democracia, como la doctrina que garantiza la libertad, la igualdad y el reconocimiento de todo hombre, de todo pueblo, de toda cultura, haciéndole una serie de remedios.
La pretensión universalista del liberalismo actualmente hace frente a una de sus más grandes y graves consecuencias, el multiculturalismo, para el cual parece no tener la respuesta adecuada. Por una parte, reclama la igualdad de todos los hombres bajo una idea homogeneizante; por la otra, con ese mismo principio de igualdad exige el reconocimiento de la diversidad cultural, problema por demás espinoso, porque la diferencia no sólo se da allende las fronteras de los países modelados por el liberalismo, sino en el interior de los mismos.
Actualmente, las mal llamadas culturas “subalternas” o “minoritarias” exigen ser reconocidas, reconocimiento que les posibilite afirmar su identidad y por tanto su modo de humanidad. Ya al parecer las ideas liberales del siglo XVIII proyectan una respuesta a tal exigencia. Sin embargo, estos grupos han carecido del reconocimiento que supuestamente les ofrece el paradigma liberal, el cual se erige a sí mismo como universal, o padecen un falso reconocimiento por ello, es menester regresar a las fuentes para detectar las fallas de las que adolecen y poder explicar por qué la igualdad y el reconocimiento no se han dado de manera equitativa a todos los hombres, mujeres, culturas “subalternas” y grupos “minoritarios”.
Según Charles Taylor, “con el tránsito del honor a la dignidad sobrevino la política del universalismo que subraya la dignidad igual de todos los ciudadanos, y el contenido de esta política fue la igualación de los derechos y de los títulos”.
[1]Nuestro tiempo presenta dos tendencias liberales: el liberalismo “ciego” a la diferencia y el liberalismo de la diferencia, los cuales conllevan dos clases de reconocimiento. Estas tendencias tienen como precursores, respectivamente, a Rousseau y a Kant. La doctrina rousseuniana considera que la moral del individuo depende de la voz natural que cada uno lleva dentro de sí. Por ello, para recuperar la moral se necesita volver a nosotros mismos, con el fin de entrar en contacto con nuestro interior. La moral interior, rectora de nuestra conducta, se halla en concordancia con la voluntad general. Tal armonía es posible en una sociedad donde todos los virtuosos tienen igual reconocimiento por las mismas razones. La estima así adquirida es compatible con la libertad y la unidad social, en virtud de ser todos sus miembros dignos de igual respeto por disfrutar de las mismas cualidades. La igualdad rousseuniana requiere de tres características: a) es posible sólo bajo una misma unidad de propósito; b) los términos de la relación han de ser idénticos, esto es, no acepta la diferencia de roles entre los miembros del núcleo; c) la reciprocidad entre los miembros. De entrada podemos observar que de suyo tal doctrina es castrante de la igualdad. La igualdad es concebida bajo dos términos homogeneizantes, al saber: los propósitos. Si existe algún individuo que no comulgue con su concepto de virtuoso o sus propósitos de vida es eliminado automáticamente del grupo. De esta manera, se cancela la libertad de los individuos de elegir su modo de ser y de pensar. Se elimina uno de los principios básicos del liberalismo: elegir su propia existencia.
El liberalismo de la diferencia encuentra sustento en la razón práctica kantiana. No sólo pretende el reconocimiento en la igual potencialidad humana. va vas allá, exige el reconocimiento, en igualdad de condiciones, a la hechura propia de cada hombre y cada cultura. Desecha la igualdad homogeneizante; defiende el derecho a la diferencia. Sostiene que las democracias han pasado por alto dicha diferencia y ha sido absorbida por una identidad dominante o mayoritaria. Abogan, en fin, por un verdadero reconocimiento de las culturas “subalternas”, los grupos “minoritarios” y el feminismo.
El liberalismo de la diferencia asevera que de la dignidad humana universal emerge, natural y orgánicamente, la política de la diferencia. Se funda el potencial humano de cada hombre para modelar y definir su propia identidad como individuo y como cultura. Su principio se cifra en fomentar la particularidad, en virtud del derecho que asiste a cada hombre de poseer su propia idea de vida buena. Por ello, insiste en una entidad política en la cual no se favorezca una idea de vida buena única, porque quien no la adopta viola la forma procesal de esa sociedad, y por lo mismo no será tratado con igual respeto.
A primera vista, el liberalismo de la diferencia parece colmar todos los anhelos de una sociedad en la que cohabitan seres de muy diversas formas de pensar, sentir y actuar, es decir, de diferentes modos de concebir la vida buena. Sin embargo, no debemos olvidar el sustento del que parte, a saber: el fondo común de verdades y de moralidades por el cual es capaz, dentro de la diferencia, de constituir su forma de vida. Esto implica la concepción de una diferencia que, en el fondo, se guía por los mismos patrones, con una distinción de matiz o de grado, pero no sustancial. Asimismo, se sobreentiende que los sujetos o núcleos sociales, aun cuando ejerciten su idea de vida buena, tenderán naturalmente por variados caminos a los mismos ideales y finalidades, por lo cual los modos diversos de vida buena se unifican bajo los mismos principios. La consecuencia resulta evidente. Aquellos grupos, personas o pueblos que no respondan a los principios establecidos por la hegemonía son considerados inferiores, ya dentro de n proceso evolutivo de humanidad previamente establecido, ya por una diferencia ontológica, en virtud de no haber sido agraciados con el fondo común racional, que les conduzca alos principios supuestamente inmanentes al ser del hombre.
Ciertamente, la postura kantiana parece proporcionar mayores posibilidades a la libertad de los sujetos. Sin embargo, cabría preguntarnos si no en el fondo se solidariza con Rousseau. Recordemos, por una parte, que, si racionalmente los hombres, por el echo de tener razón, parecen tener un fondo común de verdades al que los conduce la racionalidad misma, por más dispares que parezcan en la superficie, en el fondo se remiten a una homogenización. Por el otro, aceptando la diferencia como producto de su racionalidad, no exige finalmente de diferencia llegar a un punto en común, en virtud de que la razón tiende naturalmente a la verdad.
La política de reconocimiento cristaliza en la filosofía hegeliana. El pensador afirma que sólo podemos florecer en la medida en que se nos reconoce. Pero no se trata de cualquier reconocimiento. Hegel hace la diferencia entre el reconocimiento dado por el honor (sujetos desiguales) y el reconocimiento recíproco (sujetos iguales). El primero es el reconocimiento frustrado porque es dado o aceptado por los perdedores, los cuales no pueden sostenerse a sí mismos. Por ende, este reconocimiento no es valioso. El segundo, el verdadero reconocimiento, es recíproco, esto es, se da entre iguales, con las mismas virtudes y las mismas cualidades, portadores de los mismos propósitos. En palabras de Hegel, donde el “yo” es “nosotros” y “nosotros” es “yo”. La postura hegeliana, como se evidencia, tiene las mismas fallas que la rousseauniana.
Los dos modos del liberalismo entran en conflicto en nuestras sociedades modernas. El liberalismo “ciego” a la diferencia pugna por la igualdad de todos los ciudadanos, haciendo caso omiso de las diferencias genéricas, culturales o de grupo. El liberalismo de la diferencia exige la igualdad en términos de respeto a lo distinto. El primero considera el trato igualitario en los siguientes parámetros: a) reduce la diferencia al ámbito privado; b) la aplicación de los derechos humanos universales de manera uniforme; c) desconfía de las metas colectivas que no se ciñan a los parámetros ya establecidos; d) los miembros de sociedades y culturas distintas no tienen cabida en el núcleo ya conformado. A fin de no introducir lo diferente en el ámbito público argumentan que todo individuo posee igual potencial humano para constituirse como tal. Y la política liberal ofrece terreno neutral para el desarrollo, reunión y coexistencia de la diversidad cultural, con sólo hacer la distinción entre lo público y lo privado, lo político y lo religioso. En última instancia, este modo de liberalismo confina al ámbito de lo privado todo aquello en lo cual no hay coincidencia, o bien, todo aquello que va en contra de los intereses del grupo dominante.
La política de la diferencia defiende la no-neutralidad ante lo distinto. Tal política y contraparte del liberalismo “ciego” a la diferencia no es gratuita. Tiene su origen en las constantes discriminaciones y marginaciones hechas en nombre de la igualdad el liberalismo homogeneizarte, “ciego” a la diferencia, se ha distinguido por otorgar iguales derechos a todos lo hombres sin distinción de raza, cultura o sexo. Pero igual ha violentado, de mundo, de justicia. Exige derecho a la vida, a la libertad, al proceso legal, a la libre expresión, a la libre práctica religiosa. Derechos que, en lo abstracto, parecen válidos y deseables para toda la humanidad. El problema empieza cuando una sociedad homogénea, originalmente así conformada, o impuesta por el grupo dominante, es asaltada con el reclamo de aquellos recién incorporados, o relegados en el proceso de conformación cultural. Reclamo que exige el reconocimiento del otro en su identidad propia y distinta. El reclamo y defensa al reconocimiento de la identidad no sólo es exigido por los individuos, sino por las culturas que cohabitan con la dominante y homogeneizante. Ciertamente, el problema no es sencillo, si pensamos que el grupo dominante hace pasar por universales sus normas, tradiciones, modelos de vida, que de suyo sólo pertenecen a ese grupo. Consideran sus ideas de la vida buena las únicas, que además de ser universales, son justas y en esa medida valiosas para cualquier hombre, cultura o época. Más se agrava la situación cuando, en nombre de esos paradigmas, elevados al rango de universalidad arbitrariamente, se descalifica al otro, hombre, mujer, cultura, época, por no compartir los paradigmas sostenidos por el grupo dominante, que se erige a sí mismo portador de los derechos y los valores. Llamado a cumplir con el destino histórico que le fue legado para, como profeta, comunicarlo al resto de la humanidad.
Al día de hoy, donde campea la doctrina liberal, sigue existiendo ciudadanos de “primera” y ciudadanos de “segunda”. Irónicamente, los miembros de otras comunidades han carecido de reconocimiento igualitario por no adherirse a la normatividad impuesta por el grupo hegemónico o, en el mejor de los casos, el reconocimiento hecho sobre la base de una supuesta superioridad de grupo en el poder. Este reconocimiento resulta falso a todas luces si pensamos que, de alguna manera, descalifica al otro, no sólo como miembro de una comunidad, sino como ser humano.
En efecto, se reconoce igual potencial de humanidad a todos los hombres. Pero también se sobreentiende que, al tener igual potencial de humanidad, su desarrollo histórico ha de seguir, con sus peculiares matices, la misma ruta histórica de los que se autonombran la vanguardia cultural, en el proceso evolutivo humano. En otras palabras, las “otras” culturas no han desarrollado plenamente la potencialidad humana que poseen.
En esta concepción se filtra la idea de una diferente calidad ontológica entre las personas, pues, si bien a todos se les reconoce igual potencial humano, en cambio no se les reconoce la misma capacidad para desarrollarlo. Al parecer, algunas personas, contienen un ingrediente ontológico superior, que les permite descubrid “lo verdaderamente humano”, finalidad única, de la cual son portadores y guías. Existen “otros”, que al no poseer tal ingrediente, antológicamente están reducidos a obedecer a los primeros, para poder acceder a lo “verdaderamente humano”.
Los reproches lanzados a los defensores del liberalismo “ciego” podrían resumirse en los siguientes puntos: a) niegan la identidad de los diferentes al reducirlos entro del molde hegemónico, el cual no les pertenece de suyo; b) los principios igualitarios, aplicados irracionalmente, son discriminatorios desde el momento en que imponen el particular modo de ser del grupo dominante, como el único verdaderamente valioso y por ende universal; c) eleva arbitrariamente a rango de universal lo que de suyo corresponde a la concepción de un grupo particular; d) supone, asimismo, la superioridad del pueblo hegemónico sobre los pueblos vencidos.
El reconocimiento dado a las culturas sin emitir juicio de valor alguno presupone un acto de solidaridad. Asignarles a priori un valor que desconocemos si tienen o no significa, simple y llanamente, hacer presente al otro. Esta postura ante el reconocimiento, sostenida por Foucault, asevera que el hecho de valorarlos significa juzgar por normas impuestas desde la estructura del poder. Por ello el reconocimiento debe darse sin más.
El reconocimiento de una cultura bajo los patrones hegemónicos (europeos) implica un reconocimiento inaceptable, en cuanto valora la “otra” cultura con formas familiares a los que juzgan, las cuales poco o nada tienen que ver con la cultura juzgada. Supone que su contribución cultural está por hacerse. Y tal hechura ha de guiarse a través de los patrones establecidos por los pueblos dominantes. De tal suerte que “al invocar implícitamente nuestras normas para juzgar todas las civilizaciones y culturas, la política de la diferencia puede terminar haciendo que todo sea lo mismo”
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Es por ello que hay que voltear la vista a nuevas formas de inclusión o de reconocimiento de culturas ya que de no hacerlo seguiremos viendo ataques e invasiones por parte aquellos pueblos hegemónicos que tintentan imponer sus modelos de vida y de pensar sobre estas otras sociedades “marginales”. Podemos ver emerge nuevas propuestas de inclusión en autores tales como Gadamer, en su “fusión de horizontes” y Maffesoli en su “razón sensible”, las cuales apuntan a poder aceptar o rechazar una cultura, sin la mediación de juicios de valor, ya que existen culturas tan abismalmente opuestas a la cultura observadora que no pueden ser valoradas en su justo valor, porque nos resultan totalmente extrañas, por lo que para reconocer una cultura con el debido respeto y valor es menester familiarizarnos con la misma. Esto significa estudiar la cultura para desplazar nuestros horizontes y fusionarlos. Este desplazamiento de horizontes crea un nuevo vocabulario, mediante el cual expresamos los contrastes, lo cual nos posibilitará crear nuevos conceptos y elementos mismos que nos servirán para valorar la “otra” cultura.
[1] Charles, Taylor. El multiculturalismo y “la política del reconocimiento”, Ed. FCE, México, 1993, pag. 60.
[2] Ibidem, pag. 96.